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De vocación, clases particulares PDF Imprimir E-Mail
Escrito por Álvaro Romero Bernal   
viernes, 23 de marzo de 2007

Marría José ayuda a hacer los deberesLos Palacios y Vfca. Sevilla.

La cocina de María José no huele tanto a especias, sofrito y fregadero como a goma de borrar, rotuladores y logaritmos. La cocina y el salón, habitaciones amplias donde cada tarde una patulea de niños hace sus deberes escolares o pregunta sus dudas. María José se siente más segura en unas respuestas que en otras, pero al menos siempre tiene una palabra de ánimo y un aplauso por los triunfos domésticos de cualquiera de sus pequeños. Decenas de ellos acuden, después de almorzar, a su casa de puertas abiertas, gratuitamente, ahora que las clases particulares se han convertido en el  negocio inverso y creciente del fracaso escolar.

Esta mujer, ya jubilada de su trabajo en una caja de ahorros, al igual que su marido, lleva más de una década impartiendo clases no por amor al arte sino por amor y punto. De profundas convicciones religiosas, María José asegura que ve en sus alumnos el cielo vespertino e insiste, en este sentido, en que lo suyo no es gratis porque “yo me enriquezco, aprendo de ellos todos los días como nadie se puede imaginar”. Además, recuerda que empezó con esta obra que ella se niega a calificar de caridad hace muchos años, cuando su sobrina Ana, que es síndrome de Down, era pequeña y necesitaba socializarse para conseguir lo que es hoy: una muchachita encantadora. “Hubo un tiempo”, recuerda, “en que tenía aquí toda la clase de su colegio”. Fue la época en la que muchos chavales de algún que otro barrio marginal palaciego encontraron en esta mansión del centro una mano extendida que le abrió los libros y los apartó de las cunetas en las horas de la siesta.

María José en su cocina con sus alumnos Ahora su alumnado es mucho más diverso; prueba fehaciente de la incipiente inmigración en Los Palacios y Villafranca, entre los chiquillos se encuentran varios árabes y latinoamericanos que bromean con sus amigos hasta que la disciplina de María José ataja la algarabía y se renueva un silencio de aula antigua y humanista. Su marido, Antonio, pasea a veces por entre este alumnado de las tres culturas y le regala a alguno un cuaderno o un portaminas. María José se autocensura tener poca paciencia y, a veces, “malas pulgas”. Precisamente por eso su labor docente se reviste del mérito del que ella huye. “Si quieren un reportaje en el periódico, que vayan a las monjitas de San Vicente de Paúl, porque yo no hago nada del otro mundo”, dice resistiéndose a que su labor sea aireada. Su marido, entre irónico y estratega: “Lo único malo que te puede ocurrir es que se llene esto de niños hasta el punto de que no quepan”. Ella se queda pensativa y acude de nuevo a sus pupilos. En cualquier instante, llega una madre con un niño de la mano. “En lo que va peor es en Conocimiento del Medio”, dice la señora, que quiere pagar por las clases. María José se enfada otra vez y sacude la cabeza llevando al chiquillo como otro rayo de sol más que llegara del patio. Marte, el perro ruidoso y bonachón que es como un amo de llaves en la casa, mueve la cola y asusta sin querer al pequeño, hasta que cogen amistades. Una mesa gigante, acostumbrada al lebrillo de gazpacho y a almuerzos familiares, sostiene ahora el currículo escolar que marcan las leyes educativas y que a los niños les supone su suplicio diario: la tabla periódica de Química, las reglas de acentuación, tangentes y cosenos, una redacción sobre las energías renovables, los verbos irregulares en inglés… Cuando la noche cubre de sombras esta casa hiperbólica para el matrimonio, Marte pasea silencioso, husmeando las risas que habrán de renovarse la tarde siguiente.

 
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